Por la Dra. Ana Mafé García.
En la disciplina de la Historia del Arte tenemos un punto de partida a la hora de estudiar nuestro pasado iconográfico. Ese referente lo denominamos la tradición clásica.
Si tuviéramos que situarla en un espacio y un tiempo definido, sin duda hablaríamos de la desaparecida Grecia clásica y del Imperio Romano, como deudor en última instancia de su legado.
Sin embargo, no debemos de olvidar que quienes trazan la civilización mediterránea desde su más primigenio origen son los fenicios y cómo no, los egipcios. Así que pese a tener unos referentes históricos muy identificados en occidente, cualquier atisbo de saber o incluso de conocimiento sobre temas del inframundo, por ejemplo, nos retrotrae al Nilo.
Como se ha comentado al principio de este artículo, tenemos que si la disciplina académica de la Historia del Arte tiene sus fuentes icónicas europeas hundidas en las raíces grecolatinas –esta teoría se sustenta gracias al trabajo de Erwin Panofsky y Fritz Saxl recogido en su libro Mitología clásica en el arte medieval–, la Sociología entonces debe tener su genoma social más primitivo originario en la antigua Mesopotamia, en la naciente civilización sumeria situada entre los ríos Tigris y Éufrates hace miles de años.
Si hablamos de la fe que profesamos mayoritariamente las personas en el mundo –el cristianismo– y hacemos un estudio sobre su pasado físico, de forma curiosa abarcamos todos estos escenarios geográficos citados en Oriente Medio.
Nuestra historia judeocristiana se remonta a la misma génesis del pueblo hebreo, de su estancia en Egipto, de su huida a la tierra prometida, de la diáspora de los judíos a Babilonia, de su retorno al Reino de Judea y de su estabilidad durante el reinado de Herodes el Grande.
Nuestros hermanos mayores los judíos han nutrido desde su origen, hace más de 5000 años, el imaginario colectivo de su fe, –que fue la nuestra–, en la oralidad. Han perpetuado ritos y saberes que han llegado hasta nuestros días de generación en generación, de abuelos a nietos, de padres a hijos, de boca a oído. Tanto es así que, como judeocristianos, hemos de sabre que todo el Antiguo Testamento ha sido compartido desde sus inicios como una historia común transmitida de forma hablada durante milenios hasta que pudo codificarse hacia el siglo II a. C. en Alejandría.
Por tanto, no hay que despreciar el valor de la tradición oral como origen del conocimiento, más cuando hemos sido creados o evolucionados somos seres narrativos. Y como humanos necesitamos alimentar nuestra psique con el don de la palabra.
Podemos decir en esta línea de pensamiento que cada persona que conocemos, por muy frágil que sean sus cimientos académicos, es capaz de recordar un sin fin de anécdotas vividas que nunca van a figurar en ningún documento escrito pero que, sin embargo, están ubicadas en lo más profundo de su mente y, por ende, de su corazón.
Algunas de estas personas tienen una memoria prodigiosa y son capaces de recordar dichos, anécdotas y enseñanzas recibidas por parte de sus mayores. Considero que esas palabras son las que se atesoran con más mimo en nuestro corazón cuando alguien allegado las comparte.
Podría incluso afirmar que muchos de esos legados orales funcionan cual testamentos vitales y, quienes hemos tenido la suerte de escucharlos, las transmitimos con sentido orgullo a quienes amamos cual tesoros familiares.
- Tu abuela decía… La madre de tu padre me enseñó… Tu bisabuelo contaba…
Por tanto, el valor de la palabra como tal toma muchos matices según nos situemos frente a ella. Pues no solamente hablamos de un instrumento necesario como transmisor de saberes y de conocimientos en la Academia, sino también nos referimos a la palabra como un verdadero emisor de un lenguaje universal basado en el amor y en el saber ser persona que debiera ser transmitido por el núcleo familiar
Muchos historiadores anclados en el pensamiento decimonónico se atreven todavía a insinuar que aquello que no está escrito no existe. De hecho, en los comienzos de mis estudios primarios se definía a la Historia como todo acto humano acaecido a partir del primer documento escrito.
En este punto me detengo y abogo por profundizar en una cuestión ¿acaso las tradiciones populares no forman parte de nuestra historia? ¿Podemos decir que las personas que viven en tribus en donde no se codifican textos carecen de historia?
En una sociedad hiper globalizada en donde cada vez más se nos bombardea con imágenes, considero que es hora de recuperar un espacio y un lugar para la palabra.
Perpetuar las tradiciones familiares –que solo se transmiten de forma oral–, suponen hoy un alimento extra para nuestras vidas etéreas llenas de superficialidad consumista. Por eso mismo, por la presión social de la globalización permanente, hemos de ser capaces de recuperar también esas prácticas sociales, hemos de saber mirar alrededor y ver que nuestra idiosincrasia valenciana y española se nutre al mismo tiempo de todas nuestras costumbres sociales y festivas. Ser de un lugar implica conocer y vivir el entorno social e histórico con orgullo y agradecimiento.
Propongo un ejemplo claro: la celebración de las fiestas religiosas –en cualquier localidad de la geografía española– como vertebradora de una experiencia singular para el visitante.
Las tradiciones festivas religiosas populares nos hacen únicos y a la vez nos unen y nos religan con nuestros antepasados.
No hay que menospreciar el folklorismo religioso ni mucho menos. Hay que trabajarlo desde dentro, desde las propias organizaciones que se encargan de darle vida y dotarlo de sentido trascendental. Considero que el valor de la tradición reside en la unión de quienes la perpetúan y por ello, si se predica desde el Amor, transforma.
Verbi gracia, si hablamos de tradición y fiesta religiosa en nuestra ciudad de Valencia, no podemos pasar por alto la fiesta del Corpus Christi.
En el año 1263 la instituyó el Papa Urbano IV por medio de la Bula “Transiturus Hoc Mundo” extendiéndola por toda la cristiandad.
En la página web de la Asociación Amics del Corpus Valencia, se puede seguir su historia:

La Cabalgata o Convit – Amics Del Corpus Valencia
La celebración quedó fijada en el primer jueves tras la octava de Pentecostés, motivo por el cual no tiene una fecha fija y varía entre el 21 de mayo y el 24 de junio (actualmente se conmemora el domingo siguiente), celebrando desde esos momentos una procesión, pero de las llamadas claustrales por realizarse dentro de las Iglesias. Dicha bula fue confirmada posteriormente por el Papa Clemente V en el Concilio General de Vienne en 1311 y por el Papa Juan XXII en 1317.
Con ello, la festividad del Corpus se convirtió, junto con la Pascua y la Navidad, en el tercero de los grandes acontecimientos litúrgicos del año.
Valencia adoptó la festividad en el año 1328, aunque, no fue hasta 1372 cuando se celebró la primera procesión en la capital.
Reflexión
Con respecto a esta fiesta que, durante siglos, fue la más famosa de todo el Mediterráneo Occidental he de explicar una cuestión.
En nuestra ciudad de Valencia se perpetúan usos y ritos siguiendo tradiciones centenarias gracias a cientos de personas invisibles que enamoradas de su historia la transmiten de padres a hijos en un legado centenario.
Gracias a la Asociación Amics del Corpus Valencia se festejan en las calles procesiones, bailes y cantos… La tradición rememora la historia y nuestra historia la escribe la tradición.
Que así sea siempre.